No es que Santos haya vuelto. Nunca se fue y siempre ha estado saboteando a Duque.
Al expresidente y premio nobel Juan Manuel Santos se le comenzaron a ver las orejas muy pronto. Uno intuía que estaba detrás de ciertas publicaciones de medios internacionales en contra del gobierno de Iván Duque o que, tras bambalinas y con varios de sus exministros y senadores predilectos, planeaba la manera de hacerle pasar un mal rato a su sucesor.
Sin embargo, rápidamente quedaron al descubierto contradicciones entre lo que decía desde su púlpito de estadista y lo que hacía desde su condición de político mezquino. Faltando seis meses para terminar su segundo mandato, Santos escribió una carta a su sucesor, sin saber todavía quién ganaría las elecciones. En ella afirmaba: “Tenga la absoluta seguridad de que no voy a interferir para nada en su trabajo. Ahora es su turno”.
Desde entonces hasta hoy, Santos ha incumplido varias veces su promesa. Se ha metido todo lo que ha podido en los temas de implementación del acuerdo con las Farc para impedir que se corrijan los defectos de una paz firmada a las carreras e impuesta contra la voluntad popular. Pero además, en su más reciente y descarada intervención, decidió pedir la cabeza de su primo, el embajador Francisco Santos, dizque por haber interferido en la política gringa a favor de uno de los candidatos, rompiendo por primera vez –según él– la tradición de Colombia de mantener una relación igualitaria con republicanos y demócratas.
Con recortada y conveniente memoria, el exmandatario omite que siendo presidente sentenció que “Hillary Clinton ofrecía más garantías para Colombia que Trump” y en una entrevista concedida a la Agencia France Press también tomó partido para decir que “las propuestas del candidato Trump no eran muy acordes con lo que necesitaba Colombia”. ¿No es eso, señor expresidente Santos, una manera directa de romper con el dichoso equilibrio bipartidista? ¿De verdad critica sin sonrojarse a su primo Pacho por hacer supuestamente algo que usted también había hecho antes y con todas las letras?
Pero de qué se iba uno a sorprender a estas alturas si con total tranquilidad, en una entrevista con Claudia Gurisatti, aseguró que los miembros de las Farc no llegarían nunca a ganarse unas curules en el Congreso sin competir en franca lid por ellas. Luego, en el texto final del acuerdo y con lo que ha pasado en los últimos años, quedó clarísimo que no solamente habría escaños regalados, sino que sería posible ser parlamentario de día y convicto con penas alternativas y laxas de noche. Las contradicciones no paran ahí. El pasado 4 de septiembre, Santos advertía que “los procedimientos de la JEP quedaron muy engorrosos” y que sería conveniente una reforma “que haga su ejecución más rápida”. No obstante, este fin de semana dijo que la JEP era inderogable, que es la forma elegante de asegurar que es “inmodificable”, que es supraconstitucional y que es palabra de Dios. Seguro, si le preguntan ahora qué opina del ritmo que llevan los procesos dentro de la JEP, dirá que nunca en la historia habían marchado mejor.
Me da mucha pena –como solía decir Juan Manuel Santos en sus columnas–, pero no es que este exmandatario haya vuelto a la política o que ahora esté dedicado a hacer oposición, sino que nunca se fue y siempre ha estado saboteando a Duque.
Mejor que se destape; que lo haga de frente, y que confirme que, salvo por Belisario Betancur, ningún expresidente colombiano se ha resistido a la tentación de querer seguir gobernando y meter las narices en los mandatos de sus sucesores.
Al expresidente y premio nobel Juan Manuel Santos se le comenzaron a ver las orejas muy pronto. Uno intuía que estaba detrás de ciertas publicaciones de medios internacionales en contra del gobierno de Iván Duque o que, tras bambalinas y con varios de sus exministros y senadores predilectos, planeaba la manera de hacerle pasar un mal rato a su sucesor.
Sin embargo, rápidamente quedaron al descubierto contradicciones entre lo que decía desde su púlpito de estadista y lo que hacía desde su condición de político mezquino. Faltando seis meses para terminar su segundo mandato, Santos escribió una carta a su sucesor, sin saber todavía quién ganaría las elecciones. En ella afirmaba: “Tenga la absoluta seguridad de que no voy a interferir para nada en su trabajo. Ahora es su turno”.
Desde entonces hasta hoy, Santos ha incumplido varias veces su promesa. Se ha metido todo lo que ha podido en los temas de implementación del acuerdo con las Farc para impedir que se corrijan los defectos de una paz firmada a las carreras e impuesta contra la voluntad popular. Pero además, en su más reciente y descarada intervención, decidió pedir la cabeza de su primo, el embajador Francisco Santos, dizque por haber interferido en la política gringa a favor de uno de los candidatos, rompiendo por primera vez –según él– la tradición de Colombia de mantener una relación igualitaria con republicanos y demócratas.
Con recortada y conveniente memoria, el exmandatario omite que siendo presidente sentenció que “Hillary Clinton ofrecía más garantías para Colombia que Trump” y en una entrevista concedida a la Agencia France Press también tomó partido para decir que “las propuestas del candidato Trump no eran muy acordes con lo que necesitaba Colombia”. ¿No es eso, señor expresidente Santos, una manera directa de romper con el dichoso equilibrio bipartidista? ¿De verdad critica sin sonrojarse a su primo Pacho por hacer supuestamente algo que usted también había hecho antes y con todas las letras?
Pero de qué se iba uno a sorprender a estas alturas si con total tranquilidad, en una entrevista con Claudia Gurisatti, aseguró que los miembros de las Farc no llegarían nunca a ganarse unas curules en el Congreso sin competir en franca lid por ellas. Luego, en el texto final del acuerdo y con lo que ha pasado en los últimos años, quedó clarísimo que no solamente habría escaños regalados, sino que sería posible ser parlamentario de día y convicto con penas alternativas y laxas de noche. Las contradicciones no paran ahí. El pasado 4 de septiembre, Santos advertía que “los procedimientos de la JEP quedaron muy engorrosos” y que sería conveniente una reforma “que haga su ejecución más rápida”. No obstante, este fin de semana dijo que la JEP era inderogable, que es la forma elegante de asegurar que es “inmodificable”, que es supraconstitucional y que es palabra de Dios. Seguro, si le preguntan ahora qué opina del ritmo que llevan los procesos dentro de la JEP, dirá que nunca en la historia habían marchado mejor.
Me da mucha pena –como solía decir Juan Manuel Santos en sus columnas–, pero no es que este exmandatario haya vuelto a la política o que ahora esté dedicado a hacer oposición, sino que nunca se fue y siempre ha estado saboteando a Duque.
Mejor que se destape; que lo haga de frente, y que confirme que, salvo por Belisario Betancur, ningún expresidente colombiano se ha resistido a la tentación de querer seguir gobernando y meter las narices en los mandatos de sus sucesores.